Autoexilio, Venezuela y migajas
He visto a las mejores mentes de mi generación
destruidas por la locura,
hambrientas, histéricas, desnudas.
–Allen
Ginsberg, El aullido–
Ángel, acuarela sobre papel, 2012 |
Esta mañana me desperté con ese poema de Ginsberg en la
cabeza. Miraba hacia atrás buscando a mis pares y lo vi allí entre las frases
que, como un río de Bourbon, salían de la pluma del poeta beat.
Que fueron expulsados
de la academia, decía. Y yo pensaba en esa mente magnífica que he conocido
tratando de sobrevivir dentro de unas paredes que encorsetaban sus inquietudes. Ese par que se desfogaba con la
cerveza en la mano y con el que se podía, entonces sí y sólo así, hablar de
cualquier cosa sin pudor.
Hoy es un día trágico. Los poderes fácticos, los reales, los
que no tienen que ver con el amor a la sabiduría -cosa
que me atañe por definición-, esos poderes de
amenaza de muerte van deshaciendo poco a poco lo que a muchas generaciones les
tomó tanto tiempo construir. La casa que ahuyenta las sombras finalmente ha
cedido a las sombras y por suerte o por desgracia ya tú no estás allí. Pero si tú no estás, si yo no estoy, ¿quién
queda? ¿los que apagaron la luz?
El dolor me come cuando pienso que somos esa primera
generación de profesionales, esa por la que nuestras familias hicieron numerosos
sacrificios, una generación de gente hecha a si misma –el famoso self made man americano. Una generación
más al estilo de Páez que de Bolívar, un
batallón perdido de conversadores platónicos, dice Ginsberg. Todos hicimos
nuestros deberes y pensamos que la mejor forma de pagar lo que nuestros padres
y nuestro país nos había dado era formar ciudadanos libres, críticos,
pensantes. Pensamos –y lo hicimos– en atrevernos a pensar sin importar las consecuencias y
aquí nos tienes en el autoexilio, solos y desmembrados mientras intentamos
encontrar un suelo fértil en el cual florecer. Y fuera, en ese mundo que
desconfía de nosotros no se imaginan que somos aquellos que hablaron setenta horas sin parar, como
si Ginsberg nos hubiera escuchado.
Mi país se va esfumando, cada vez que leo lo que sucede, una
herida profunda vuelve a sangrar. Sangro recuerdos pero también conocimiento,
sangro filosofía y lecturas, poemas, pintura. Sangro amores perdidos. Sangro
paisajes y colores. Sangro esperanza.
Hoy no tengo consuelo. Hoy entiendo a los intelectuales que
nos llegaron desde las dictaduras argentinas, chilenas y españolas. Hoy
recuerdo cómo los recibimos esos jóvenes curiosos y morenos, quemados y besados
por el sol del Caribe con tanta pasión por delante y con ganas de saber. Hoy
supongo que sólo así mitigamos el dolor de aquellos que vinieron a refugiarse
en aquel país pacífico y curioso llamado Venezuela. Esos maestros que tuve
encontraron allí el descanso del navegante y algunos una segunda patria. Esas hermosas universidades con sus inmensos verdes llenos de vida, de risa, de
camaradería a ritmo de salsa, abrieron sus puertas para ellos.
Pero, hoy a ti y a mí nos toca ir en busca de alguno que
confíe en aquel viejo trueque en el que yo vengo aquí a devolver lo que el maestro
extranjero me dio: su saber y su amor por el conocimiento, y su autoexilio que
yo compensé con agradecimiento.
Y sigamos con Ginsberg, amigo, no olvidemos que todo hombre es un ángel.
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