La felicidad y prudencia




Cuando soy feliz, nada me importa
¿Si nada me importa, cómo sé que soy feliz?

R.Guzmán
Señal, 16x24, monotipia s/papel

 Conozco a mucha gente que no soporta la navidad pero al mismo tiempo conozco a mucha gente a quienes les encanta. Es difícil tomar partido porque se trataría de estar, o en el bando de los aguafiestas o en el bando de los festivos. Y cabe la posibilidad de que algunos, como es mi caso, no nos sintamos ni en un bando ni en otro porque sencillamente no nos gustan los bandos.

Escribir sobre este asunto en plena efervescencia navideña resulta un tanto incómodo, porque las reflexiones aleccionadoras también acaban hartándonos: cambiemos los valores de la navidad, seamos mejores personas, no vivamos sólo lo material y a la vez no olvide comprar su regalo, ni salir a la calle para participar en las diversas manifestaciones comerciales-tradicionales.

Particularmente me sucede que la navidad tiene un efecto nostalgizante para mí. Recuerdo siempre recuerdos que nunca he vivido y quiero lo que nunca he tenido. Lo que he tenido siempre ha sido un poco pálido ante lo que debería haber tenido. Pero, reflexionando sobre todo esto me encuentro en medio de aquello que molesta a muchos sobre la sobreexplotación de los sentimientos navideños: la carrera frustrante y cansina de dar color a unos recuerdos y unas situaciones que nunca fueron. Eso es lo que justifica que muchos no quieran ni siquiera oír hablar de la navidad y que actúen como unos verdaderos aguafiestas si acaso alguno muestra un poco de ilusión mientras trata de dar color a sus recuerdos valiosos que si ameritan ser actualizados. 

Por otro lado, hay quienes viven y sienten que la navidad es felicidad a tutti pleni, lo cual también es un exceso. No quiero insistir en lo importante de los sentimientos, del compartir, de pensar por un rato hasta qué punto puede resultar hiriente para muchos tanta felicidad ajena y no compartida. Porque sin querer estos adictos a la navidad entran en competencia entre ellos: quien puede reunir más familia, más adornos, más felicitaciones, ése gana.

Y así se me pasa la navidad pensando en lo que es y no es, y no sintiéndome cómoda con ninguna de las dos opciones: hay días en que tengo nostalgia por lo que nunca tuve y otros en los que quiero celebrar a tope no sé qué. Sin embargo, mi talante reflexivo me obliga a detenerme siempre ante las encrucijadas y busco ese término medio tan aristotélico que me haga entender lo que está pasando aquí.

Por una parte, la navidad coincide con el final del año, un ciclo vital coincidente con el invierno y eso es lo que provoca la necesidad de una celebración: recogemos nuestras cosechas, corregimos nuestros errores y sentimos necesidad de reparar los daños, si cabe, y de celebrar los éxitos. Es lógico entonces pensar que necesitemos de un ritual para ello: colgaremos nuestras armas y escudos en los altos abetos para decirle a los demás que no estamos para batallas, que no queremos otra cosa que disfrutar de aquello que hemos conseguido. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la sobreproduccón de muestras de buenos deseos y cariño puede acarrear una devaluación de los mismos. Para evitarlo, intentemos que éstas no sólo aparezcan en navidad, aunque si lo hacen es importante saber que el receptor siempre te agradecerá que te acuerdes de él aunque sea una sola vez al año.

Dicho esto, vale la pena volver sobre una de las virtudes clásicas más alabadas: la ‘frónesis’, es decir, la prudencia. Por eso, conductor, intenta ser prudente al volante de la felicidad.


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