Sobre la sensibilidad intelectual
Sólo una cosa no es la intelectualidad: exceso. Creo que en mis propias palabras reproduzco una advertencia que por siglos ha estado presente en la filosofía aquí y allá, Nietzsche la metaforizó cuando pensaba en la existencia de una especie de intestino del conocimiento. Ya antes de Nietzsche la tradición había hablado de mesura y de término medio pero no se trataba de validar la fórmula de ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, se trataba de encaminar al pensamiento hacia una opción lo más abierta posible en la cual pudieran concurrir diversas opiniones sin quebrantar el punto de vista, sino, antes bien, ampliarlo.
Ahora quiero referirme a eso que llamo sensibilidad intelectual y que no tiene nada que ver con la razón
emocional, recién recuperada el siglo pasado por Goleman y novedosa para los
desconocedores de Aristóteles.
Cuando los intelectuales practican los excesos que conducen al
egotismo, al yo sé más y mejor que tú,
a un ejercicio del poder del saber sobre la ignorancia, se abre inmediatamente
una brecha entre la razón y la acción que se hace evidente cuando se cataloga a
la intelectualidad de inútil o pérdida de tiempo. De este modo se legitiman los
despropósitos de la sinrazón y el autoritarismo.
Pero, si los intelectuales insisten en un servicio de la razón hacia
su sociedad, que pensar no sólo ha de ser un hábito que debe ser cultivado sino
promovido como herencia cultural –una de las más valiosas y que no se deben
malgastar– entonces se obra un milagro: los intelectuales piensan y abren las
fronteras que separan a los demás del abstracto ejercicio de la razón. ¿Y cómo
lo hacen? Promoviendo la discusión y el debate abierto de ideas, la reflexión y
la autorreflexión que en su fórmula más conocida se traduce como el conócete
a ti mismo socrático.
Este ejercicio de la razón no es un ejercicio descarnado, se trata
de cultivar la sensibilidad intelectual y para ello, como en todos los
compromisos, debe prevalecer el respeto, el respeto por la cosa y por la
persona. No se puede entender la democratización del conocimiento si antes no
hay un entrenamiento en esta sensibilidad intelectual, pero ¿de qué trata esto?
Trata sobre el aprender a aprender, sobre la curiosidad, sobre la fantasía y la
imaginación. Trata sobre la creación que se promueve y se impulsa (ojo que uso
dos sinónimos adrede), sobre el respeto al maestro como portavoz de la
tradición, sobre crecer con él preguntándole, poniéndole en aprietos,
refutándole y al final, muy al final reconociéndole. Una sociedad que no tiene
esto difícilmente puede desarrollar una sensibilidad intelectual.
Sin embargo, hay algo más. La sensibilidad, sea de la índole que
sea, se cultiva con el uso público y no con el maltrato público. La música, por
ejemplo, para que sea un bien de todos se ha de enseñar con corrección, el
alumno debe ser instruido. La sensibilidad intelectual se ha de enseñar del
mismo modo. No sólo las reglas del buen razonamiento son indispensables sino
otra cosa más importante: reconocer al otro como un interlocutor válido.
Entonces sucede algo maravilloso, la gente se siente identificada, tiene en sus
manos el poder de la palabra y del pensamiento pero también el de la acción.
Por eso vale la pena intentar una sensibilización intelectual que
tenga en cuenta el cuidado del otro, que asuma que la máxima muestra de la
racionalidad es el discurso compartido, sea para estar a favor o en contra, y
que si no podemos fomentarlo es una señal inequívoca de que se está haciendo mal,
de que se le está imponiendo al otro una fórmula que jamás le conducirá ni a
entenderse ni a entendernos.
Creo que al final estamos hablando del cura sui -el cuidado de sí mismo- como la muestra más evidente de
que la sensibilidad intelectual si no toca a la vida es adorno fatuo y signo de
un intestino del conocimiento capaz de tragárselo todo aunque le cause
indigestión.
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