“Bíaha nau zev nau
chachamu bamalla tacirupeca…”
Anónimo
“Para conocerse, hace
falta poder imaginarse.”
G. Rodari, Gramática de la fantasía
Este inicio de historia me deparó
momentos maravillosos en mi tierna adolescencia. Era absolutamente singular el
efecto que producía: risa, asombro y curiosidad. Lo último se entendía por la
posibilidad de que pudiera acabar el cuento de La
caperucita Roja con
pelos y señales pero al revés. Era todo un reto para mí y mis desocupados
amigos. Lo bueno, es que entre todos lo intentamos ¡y lo logramos, más de una
vez!
Esta anécdota tiene que ver con
el continuo presente de esta historia para mí y que he descubierto común a mis
congéneres: ¡a todos nos gustan las historias! El gusto por ellas viene, por
una parte de la participación que podamos tener, y por otra, del reto que
supone para la memoria ir poco a poco apuntalando el edificio que se alza
delante de nosotros. Vamos escuchando, y a la vez vamos transformando lo que
escuchamos, lo asimilamos, añadimos o quitamos detalles y contenidos,
corregimos y todo esto mientras escuchamos, callados,
la historia. La magia es
que todo este proceso ocurre en silencio, en una mente que se entrega a los
caprichos de un narrador…
Puede ser que en nuestra vida cotidiana
no nos percatemos de lo importante que es la narración para entender nuestro
día a día, pero es imprescindible pues sin ella nos falta la coherencia y con
ella el entendimiento del mundo.
Una vida está hecha de historias.
Cada cual nace y con él una historia previa, por ejemplo, de cómo fue
concebido. Y más atrás: quienes eran sus abuelos, sus antepasados, su raza, su
país. Esas narraciones nos traspasan y hacen que seamos lo que somos. La
narración de un país es la que conforma el espíritu de sus ciudadanos.
Mi país, ese que estaba en los
libros de Historia, era un país descubierto por españoles y ese hecho,
rechazado por muchos actualmente, era interesante, ya que nos hacía estar en el
medio de una certeza provocando la incertidumbre de aquellos que creían tener
el mapa del mundo. América siempre
fue un desafío para los europeos, quizá un obstáculo, no lo sé. Tenía ese aire
de incógnita: ¿qué hace esto aquí? Y
nosotros, sus habitantes sólo podíamos pensarnos con un: ¡aquí estoy! Esa inmediatez, inocente pero plena de vida nos ha
caracterizado siempre, quizá como producto de una narración más que de una
condición antropológica desconocida.
Cuando a mí me contaron la historia de la Sociedad Patriótica, yo la visualicé inmediatamente.
Sus miembros (de la oligarquía criolla,
Bolívar entre ellos) leían en voz alta las obras de Montaigne o Voltaire en
algún salón de alguna casona colonial caraqueña. Pero no era una lectura a
puertas cerradas ya que a través de las grandes ventanas, mulatos y zambos escuchaban y compartían
aquellas ideas. Esa historia me habla de desigualdades unidas por un espíritu
común ¿o es que las tropas del bando patriótico estaban formadas sólo de
oligarcas blancos criollos? Esta imagen, que realmente no sé −ni me importa saber−
si es veraz o no, (aunque posible) me habla de un país que se construyó codo a
codo entre todos lo que compartían un ideal común. Pero, también el Decreto de Guerra a Muerte me hizo
pensar alguna tarde sentada en mi pupitre de cuarto grado, en que incluso
Bolívar podía ser tan malo como los malos: “Españoles
y canarios contad con la muerte aún cuando seáis inocentes…”, decía. Ese
pensamiento me hizo ser una persona comedida, me hizo crecer con la convicción
de que incluso los buenos hombres cometen errores cuando se equiparan a sus
enemigos.
Cuando mi mamá me contaba su
vida, yo iba derechito a cada escenario. La veía, morena con aquel pelo
negrísimo, delgadita y su vestido de satén verde para el que se mandó a hacer
unos zapatos a combinación. Veía a mi papá probándole los zapatos y a los dos
sin saber que fruto de ese encuentro nacería yo la última, y mis sobrinos, y
sus nietos. Esa escena me persigue porque me habla de la casualidad, del amor,
del destino y del deseo que nos acompaña siempre que nos dejamos llevar por
nuestras ilusiones.
Para poder entender de lo que
hablo, vale bien prestar oídos a cómo nos contamos la vida y cómo se la cuentan
a un país. Insisto en esto porque los
narradores que tenemos en estos momentos son malos, imprecisos e
hipócritas. Quizá por ello es que un autor nos advertía que contar historias
tiene como misión dominar lo real hasta
el fondo,
remodelándolo. Esto es un don, pero puede ser también una
desgracia.
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